La función de las marcas

(Artículo publicado en Revista Agenda, julio de 2009)

Las marcas comerciales (‘trademark’) cumplen una función social muy importante. Transmiten información valiosa a los consumidores sobre la calidad, contenido, y otras cualidades relevantes de determinado producto o servicio.

Esencialmente, la marca permite al empresario construir buena voluntad (‘goodwill’) y una reputación alrededor de su empresa y sus productos o servicios, de la misma manera que las personas pueden construir una reputación sobre su honorabilidad, buen crédito, responsabilidad, profesionalismo, etc. Así como, por ejemplo, un abogado se construye una reputación que acumula con su actuar diario, pues del mismo modo la marca comercial permite al empresario hacer lo mismo con su empresa y con sus los bienes y servicios que ofrece al público.

Las marcas son propiedad privada

La marca comercial y su reconocimiento jurídico permite que el dueño de la marca invierta capital en ella, que de otra manera no invertiría. En el comercio y demás actividades empresariales, una de las más importantes tareas que competen al empresario es la de comunicar a sus potenciales clientes, sobre los bienes y servicios que ofrece y las distintas cualidades que éstos poseen. Esto es lo que conocemos como publicidad. ¿Cuántos comerciales de televisión ha visto usted en que se muestren las ventajas genéricas del arroz, o de los neumáticos de autos, por ejemplo? No muchos, por no decir que ninguno. En cambio, usted seguramente ha visto muchísimos anuncios en que se publicita las características y ventajas de determinada marca de arroz o de neumáticos de autos.

Pero no es sólo asunto de anuncios publicitarios. La importancia de las marcas es tal, que sin esa apropiación de buena voluntad que ellas permiten, los bienes y servicios que encontramos en el mercado jamás tendrían la calidad y características innovadoras que muchas veces tienen. Esto se debe al fenómeno que los economistas conocen como La Tragedia de los Comunes, que no es más que el hecho que nadie invierte recursos valiosos en actividad alguna, si no tiene razonable certeza de que tendrá derecho exclusivo al aprovechamiento de los beneficios que deriven de dicha inversión. La misma persona que gasta miles de dólares en embellecer su casa, no gastaría ni unos pocos dólares en embellecer la vía pública.

Pues del mismo modo, ningún empresario invertiría millones de dólares en mejorar sus productos mediante la innovación tecnológica, ni en diferenciarlos del resto de los similares ofrecidos en el mercado mediante un mayor control de calidad, si no pudiera de alguna manera lograr que esa mayor calidad y esa garantía de innovación, sean asociados de manera exclusiva con sus productos y servicios. Por ejemplo, Steve Jobs y su empresa Apple Computers, jamás invertirían los miles de millones de dólares que invierten continuamente en innovación tecnológica para ofrecer cada vez mejores productos computacionales, si no fuera porque existe el régimen jurídico de marcas que les permite apropiar, es decir, aprovechar en régimen de exclusividad, los beneficios asociados al buen nombre de la conocida marca de la manzana.

Más que mero consumismo

Algunos oponentes radicales de las marcas comerciales han identificado a éstas con una supuesta banalidad de parte de los consumidores. Es la concepción de la persona que sólo compra una prenda de vestir de una marca determinada, para lucirla y ufanarse de que puede pagar dicha marca. Es decir, esta concepción se mofa del uso de las marcas como mero comunicador de status social.

Pero está claro que las marcas son mucho más que eso, como hemos visto antes. Es una manera efectiva de apropiar el goodwill asociado a un producto o servicio, o a una línea de productos o servicios. Sólo si hay forma de apropiación de ese goodwill o buena voluntad, la empresa invertirá sustanciales recursos en mejorar ese goodwill o buena voluntad, a través del ofrecimiento de cada vez mejores productos y servicios bajo la marca comercial en cuestión.

Un mundo sin marcas comerciales: feo

Un ejemplo de mundo sin marcas es el del transporte colectivo y de los taxis en la ciudad capital. Como no existen marcas reconocidas en dicho mercado, a pesar que los operadores son todos privados, el usuario no tiene mecanismo eficiente de saber de antemano qué buses están en mejor condición física que otros. Y ningún Diablo Rojo ofrece servicios de valor agregado que los diferencie del resto. El resultado es el que todos vemos a diario: un pésimo servicio, sin diferenciación competitiva que tienda a un mejoramiento continuo de lo que se ofrece.

En un sistema de transporte urbano donde existiesen los distintos proveedores del servicio pudiesen ser identificados mediante sus respectivas marcas, todo proveedor se aseguraría que sus autobuses se encuentren en el mejor estado mecánico posible, y se aseguraría también de contratar a buenos conductores y dotarlos de buen entrenamiento no sólo en manejo, sino además en trato al público. La razón es sencilla: ningún dueño de autobuses quisiera entonces ser asociado en las mentes de las personas, a connotaciones negativas como que sus autobuses son trampas de muerte, o que cuando uno de sus autobuses colisiona y causa daños a otros, se da a la fuga y no hace frente a su responsabilidad. Cualquiera de esas conductas en un sector reinado por las marcas, garantizaría el fracaso económico a quien las practicara.

O imagínese que usted tiene que comprar jabón de lavar, pero no tiene forma de saber cuál es bueno y cuál es malo. Sin marcas, ¿cree usted que cualquier fabricante de jabones invertiría mucho capital en tratar de mejorar su producto sobre los demás, si no pudiera apropiarse la buena voluntad asociada a su producto? Aún si hubiese un fabricante de jabón que lo hiciera, no habria manera en que usted pudiera identificar cuál es ese jabón de mejor calidad. Y por otro lado, no tendría forma efectiva de evitar comprar los jabones de mala calidad que le han traído perjuicios en el pasado. Cada vez que fuese usted a comprar jabón, estaría en efecto tirando una moneda al aire.

Conclusión

Por todo lo anterior, resulta evidente que una economía de mercado requiere un adecuado sistema de registro y protección de la propiedad marcaria. El mundo sin marcas es el mundo sin reputaciones, uno en el que la absoluta mediocridad es no sólo la norma, sino que es universal e inescapable, y nadie tiene incentivo a mejorar lo que ofrece, dado que no puede diferenciarse del resto. Así, las marcas comerciales constituyen una más de las tantas maravillas que el sistema de propiedad privada ofrece a la sociedad, gracias al cual los empresarios se empeñan en mejorar continuamente lo que ofrecen.

Autogolpe en Honduras

En Honduras, el Presidente Manuel Zelaya intentaba subvertir el orden constitucional, pero la institucionalidad fue preservada por valientes hombres que se negaron a permitirle a Zelaya constituirse en tirano.

Zelaya pretendía violentar la Constitución haciendo un referéndum sobre la posible convocación en noviembre a una Asamblea Constituyente para reformar la Constitución, de tal manera de permitir su reelección. Pero la Constitución hondureña no sólo prohíbe la reelección del Presidente sino que además sanciona con la pérdida del cargo para quien proponga la eliminación de dicha prohibición (el Artículo 239). Así las cosas, el tal referéndum era ilegal desde su concepción, y ello lo hizo saber el Tribunal Supremo Electoral al Presidente Zelaya. Entonces Zelaya decidió proseguir de todos modos, y por eso llamó al ejercicio 'encuesta' y no referéndum, y pretendía llevarlo a cabo con el Instituto Nacional de Estadísticas (controlado por el Ejecutivo), entidad a la que claramente no le corresponde una consulta popular como ésta. Pretendía además hacerlo de tal manera que las fuerzas armadas colaboraran en el ejercicio, y cuando el jefe de las Fuerzas Armadas conjuntas Romeo Vásquez Velásquez se negó a cooperar, por tratarse de un acto inconstitucional, el Presidente Zelaya decidió destituirlo. El Ministro de Defensa, Edmundo Orellana, renunció en protesta, y así lo hicieron también los jefes de las tres ramas militares, Naval, Aérea y Ejército.

Entonces, Vásquez recurrió contra la decisión ante la Corte Suprema de Justicia y ésta resolvió de forma unánime (5-0) declarar nula la destitución y por tanto restituir a Vásquez.

El Presidente Zelaya decidió proseguir de todas maneras, contra la orden de los organismos de justicia competentes. La llamada 'encuesta' tendría lugar el pasado domingo 28 de junio. Ante este evidente rompimiento del orden constitucional de parte de Zelaya, el Fiscal General Luis Rubí ordenó a las fiscalías bajo su mando, a acudir ese día a los centros de votación ilegales para tomar evidencia del delito. Así se hizo y paralelamente las F.F.A.A. fueron ordenadas por la propia Corte Suprema de Justicia, a detener al Presidente. Esto se hizo y en efecto el Presidente fue detenido y puesto en un avión hacia San José, Costa Rica.

En una República gobierna la Constitución y la Ley, no los hombres. Ningún hombre, ni siquiera el Presidente en funciones, está por encima de la Constitución y las leyes. Cualquier acto de insubordinación contra el orden constitucional establecido, es en sí un golpe de estado. En este caso, es harto claro que ha sido el Presidente Manuel Zelaya quien intentó violentar el orden constitucional.

Ante esto, ¿qué debían hacer las demás autoridades del país (Órgano Judicial, Ministerio Público, Tribunal Supremo Electoral y F.F.A.A.)? ¿Debían quedarse de brazos cruzados viendo cómo el Presidente violentaba la Constitución? ¿No es acaso el deber de todo ciudadano (y con mayor razón, la de los ciudadanos investidos con funciones de guarda de la Constitución y las leyes), el usar los medios que estén a su alcance para proteger la Constitución y las Leyes?
A mi modo de ver, la Corte Suprema de Justicia, el Tribunal Supremo Electoral, la Fiscalía General y los demás fiscales bajo su mando, al igual que las F.F.A.A. hondureñas, han actuado cívicamente para proteger la Constitución el domingo pasado. Actuaron con valentía para proteger a su República del intento golpista de su Presidente Manuel Zelaya.

Sin embargo, veo con tristeza cómo todos los gobiernos del mundo corren a condenar dichas actuaciones, y en cambio a respaldar al golpista Zelaya. Y se nota el contraste con el trato dado a la dictadura cubana, que acaba de ser restituida a la Organización de Estados Americanos (OEA), misma organización que ahora condena la remoción del Presidente Zelaya.

En América Latina tenemos una larga tradición de gobernantes que pretenden perpetuarse en el poder mediante maniobras de toda clase. Los hondureños se hartaron de esto hace décadas, y por eso contemplaron en su Constitución de 1982 la cláusula que prohíbe la reelección presidencial y que además sanciona con la remoción inmediata del cargo a quien ose proponer siquiera la reforma de dicha cláusula. Aún estamos a tiempo para recapacitar, pues lo que debe defenderse es el mantenimiento del Estado de Derecho, y no al usurpador.
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