No suma cero

(Artículo publicado en Revista Agenda, Panamá, ed. de junio de 2011)


Un concepto muy arraigado, pero totalmente equivocado, es el de que la economía es un juego de suma cero, en el que la riqueza de unos se debe a la pobreza de otros. Esta idea está implícita en el discurso de quienes se preocupan demasiado por lo que llaman la ‘desigual distribución de la riqueza.’

Ganar-ganar

Cuando dos personas libres, voluntariamente deciden entrar en una transacción recíproca, necesariamente tengo que asumir que cada una de ellas lo hace porque considera que dicha transacción le beneficia. Si una de las dos personas considerase que la transacción terminará perjudicándola, sencillamente no entraría en la transacción. Ojo, no estoy diciendo que necesariamente ganarán en la transacción ambas partes, pero sí que, ex ante, ambas consideran que ganarán. Es decir, se trata de un juego que no suma cero. El vendedor no se enriquece a costa del comprador. El que compra, lo hace porque considera que eso que compra le traerá beneficios.

División del trabajo

Nadie produce por producir. La producción no es un fin en sí mismo. Todos producimos para poder consumir, ya sea en el futuro inmediato o en el mediato. En una economía de intercambio, donde nadie produce todo lo que necesita, sino que se especializa en la producción de una determinada clase de bienes o servicios, y luego los intercambia en el mercado por los demás que necesita (a través del uso del dinero), el intercambio es precisamente lo que permite la división del trabajo que a todos nos enriquece, porque dicha división del trabajo multiplica la capacidad productiva de la sociedad.

Si reconocemos que la división del trabajo es fundamental para que el ser humano pueda gozar de una calidad de vida por encima de la mera subsistencia bestial, debemos reconocer entonces que el intercambio es también algo que favorece dicho mejoramiento de la calidad de vida general en la sociedad. No hay división del trabajo sin intercambio, y viceversa.

¿Y qué hay del engaño?

Obviamente, en el caso de una transacción en que una de las partes engaña o estafa a la otra, sí hay un juego de suma cero. Si, por ejemplo, Juan ofrece a Pedro un auto usado y le hace ver que el auto tiene sólo diez mil kilómetros recorridos, cuando en realidad tiene doscientos mil kilómetros, Pedro está entrando en la transacción con base en el engaño y, por tanto, es de presumirse que de no mediar el engaño, Pedro no compraría el auto, o en todo caso lo compraría a un precio diferente del que está pagando. Cuando una de las partes en una transacción emplea el engaño como carnada para hacer que otra persona compre algo que no compraría si supiese la verdad, está incurriendo esencialmente en una estafa.

La estafa, el engaño y las prácticas comerciales de integridad dudosa en general, sí resultan en una pérdida de riqueza para una de las partes. Precisamente por ello es que dichas actividades no son premiadas ni avaladas por el sistema jurídico. Ni son premiadas en el mercado. Cuando una empresa se dedica a vender productos falsificados, por ejemplo, está comprometiendo su propio nombre comercial, el cual más temprano que tarde se verá asociado en las mentes de los consumidores, con dichas prácticas comerciales inescrupulosas. Esto, a su vez, le hará cada vez más difícil lograr el favor de los consumidores. En algún momento tendrá que cerrar tienda y dedicarse a otra cosa.

En cambio, la empresa que siempre se preocupa por mantener altos estándares de calidad en sus productos, en su atención a clientes, en su servicio, generará cada vez más satisfacción en sus clientes. Y un cliente satisfecho es un cliente que regresará una y otra vez a comprarte. Esta es la manera como el mercado premia la excelencia y castiga la deficiencia.

Obviamente, es requisito esencial que ambas partes en la transacción sean propietarios legítimos de aquello que están ofreciendo en la transacción. Que el vendedor sea dueño de lo que está vendiendo, y el comprador dueño del dinero con que pagará el precio.

¿Distribución de riqueza?

Y en el sistema de división del trabajo, aunque todos salimos ganando, jamás habrá igualdad absoluta de resultados. A medida que una sociedad se hace más afluente, las diferencias en capacidad de generación de riqueza se irán acentuando más, de modo que la diferencia de ingresos entre el que más gana y el que menos gana, irá aumentando. La única situación en que la diferencia de ingresos se reduce, es aquella en que la productividad general, y por tanto la calidad de vida de toda la sociedad, se está reduciendo. Sólo en la miseria total de la subsistencia puede haber igualdad de riqueza.

Otra cosa: nunca he sabido dónde queda ese lugar donde hacen las famosas reparticiones de riqueza. Hasta ahora, yo he tenido siempre que producir algo de valor para los demás, de tal manera que estén dispuestos a pagarme, para entonces yo poder comprar lo que necesito. Es decir, en el intercambio se enriquecen más quienes más producen para beneficio de los demás. La riqueza es de quien la produce, y siempre habrá desigual capacidad productiva en la sociedad.

Si separa uno la producción de la distribución, como pretende el sistema socialista, el resultado es precisamente lo que siempre logran dichos regímenes socialistas, que no es más que acabar con la producción, ya sea de manera gradual o acelerada, en proporción directa a qué tan gradual o radical sean las medidas legislativas para redistribuir de manera forzada la riqueza.

Pero más allá de esto, importante es notar que la llamada distribución del ingreso es una distracción. Ese no debe ser el objetivo, sino en todo caso, la condición de vida de la gente. Y hay una realidad insoslayable: donde hay sistemas de propiedad privada, el ciudadano promedio de hoy vive incalculablemente mejor que el Rey de Inglaterra en el Siglo XIX. La Reina Victoria no tenía refrigeradora, ni lavadora, ni calentador eléctrico (o a gas) de agua, ni podía conducir un auto con motor de combustión interna. Ni hablemos ya de Internet.

Conclusión

Fuera de situaciones donde hay uso de la fuerza, estafa u otros tipos de engaño, o la venta de bienes robados, cualquier interferencia de terceros para impedir una transacción, necesariamente pone a las partes en peor situación que si se las dejase en paz. Por más bienintencionada que sea, cualquier intervención para ‘proteger’ a una de las partes impidiéndole transar, logra precisamente el efecto opuesto, es decir, la perjudica. Lo importante es entender que en un sistema de propiedad privada, las transacciones voluntarias entre personas libres, no son una repartición de un pastel de tamaño fijo, sino parte importante de la creación y continuo aumento del tamaño del pastel. Y cada quien tiene derecho a quedarse con la parte que aportó al pastel.