Cien años sin Banca Central

(Publicado en Revista Agenda, noviembre de 2004)

Para los panameños, la moneda no es hoy día un tema de discusión. Uno casi pudiera pensar que jamás lo fue. Acostumbrados a usar el dólar como moneda, no hemos tenido que preocuparnos por devaluaciones ni situaciones hiperinflacionarias.

Pero esto no siempre fue así. En el Siglo XIX, cuando Panamá era parte de Colombia, hubo varios episodios inflacionarios que acabaron con fortunas y ahorros de muchas personas. Esto se daba cuando el gobierno, con el fin de financiar gasto militar (durante las varias guerras civiles que han asolado Colombia), aumentaba la impresión de pesos sin respaldo real en oro. El episodio más agudo de esto se dio durante la Guerra de los Mil Días (1900-1902).

La Constitución de 1904

Los fundadores de la joven república istmeña tenían muy fresco el recuerdo de esos desastres financieros, y se propusieron evitar que esto se repitiese. Sabían muy bien que los gobiernos siempre están tentados a abusar de su poder, y esto incluye el gastar más de lo que se tiene, por medio del endeudamiento y la impresión de papel moneda sin respaldo.

Por ello, establecieron en la Constitución de 1904 (artículo 117), que “No podrá haber en la República papel moneda de curso forzoso. En consecuencia, cualquier individuo puede rechazar todo billete u otra cédula que no le inspire confianza, ya sea de origen oficial o particular.”

Esto significaba, ni más ni menos, que el Estado no podría emitir papel moneda sin respaldo, y pretender hacer que dicho papel moneda fuese de curso legal. La conjunción de los elementos “papel moneda sin respaldo” y “curso legal”, es lo que se entendía entonces como “curso forzoso”.

La razón de esto es sencilla: el oro y la plata, los clásicos metales monetarios desde hace miles de años, tienen utilidad real para las personas (de allí que la gente casi universalmente esté dispuesta a dar bienes y servicios a cambio de ellos). El papel moneda, en cambio, sólo tiene utilidad porque es representativo de (a esto se llama convertibilidad) una cierta cantidad de oro o plata.

La mencionada prohibición constitucional, en efecto, ha hecho que mientras todos los demás países de América Latina han experimentado en algún momento (o hasta en repetidas ocasiones) la desgracia de la hiperinflación y el colapso de su moneda, y por tanto de su sistema financiero, en Panamá esto nunca nos ha ocurrido. En materia monetaria hemos tenido un mercado bastante libre.

El dólar y sus giros

El dólar circulaba ampliamente en Panamá desde mediados del Siglo XIX, cuando con el descubrimiento de las minas de oro de California, el Istmo se convirtió en el paso común de dicho oro hacia la costa Este de los Estados Unidos. Con la construcción y luego la operación del ferrocarril transístmico, el dólar siguió circulando ampliamente en el Istmo. Posteriormente, los fundadores de la República respetaron las fuerzas del libre mercado y, en gran parte gracias a la prohibición de disponer un curso forzoso, el dólar siguió siendo la moneda de uso general.

Pero en ese momento el dólar era una moneda de oro (y antes lo había sido de plata). Un billete de un dólar daba derecho a su tenedor a exigir al emisor la entrega de una cierta cantidad de oro, representada en el billete. El emisor estaba entonces obligado a entregar la cantidad de oro en cuestión al tenedor del billete. En otras palabras, el billete no era otra cosa que un certificado de depósito de una cierta cantidad de oro. Era esto precisamente lo que daba credibilidad a la moneda.

Sin embargo, en 1913 se inició un proceso que eventualmente llevaría a un cambio esencial en el dólar. Ese año se creó el Banco de la Reserva Federal, el banco central del gobierno federal de los Estados Unidos. Los fundadores de la República de los Estados Unidos se habían opuesto desde sus inicios a la creación de un banco estatal federal, y aunque hubo varios intentos previos, no fue sino hasta 1913 que el gobierno logró establecer de modo permanente dicho banco central, con la facultad de regular fuertemente a los bancos privados.

Con ello, estaba dado el camino para que tarde o temprano el gobierno cayera en la tentación de inflar el crédito y la moneda con motivos políticos. Esto se concretó más temprano que tarde, cuando en los años 20 el gobierno del Presidente Hoover inició un proceso inflacionario que creó un “boom” económico durante esa década. Pero como todo “boom” estimulado artificialmente por dinero fácil (inflación del crédito), la Gran Depresión de 1929 fue el resultado de ese período inflacionario. En 1933, el gobierno de F. Roosevelt devaluó el dólar en un 75%, y cesó la convertibilidad. De allí en adelante, en teoría el dólar seguiría siendo convertible en oro, pero sólo los bancos centrales extranjeros podrían presentar sus dólares para ser convertidos.

Para el resto de los mortales, el dólar no sólo dejó de ser una moneda de oro, sino que se prohibió a los particulares el amasar el dicho metal en monedas y en lingotes. Como es natural, si cuando el dólar era una moneda de oro, el gobierno no pudo contenerse en la inflación crediticia y monetaria, menos aún lo haría cuando el dólar era ya una moneda de curso forzoso.

En 1971 el gobierno norteamericano volvió a incumplir sus obligaciones, esta vez abandonando definitivamente lo que desde 1933 no era más que una pantomima de convertibilidad. Desde 1971 el dólar es declaradamente entonces, una moneda de curso forzoso.

¿Curso forzoso en Panamá?

La Constitución vigente de Panamá ha mantenido en principio la prohibición de decretar curso forzoso de una moneda. Pero en la práctica, el dólar es desde el 15 de agosto de 1971 una moneda sin respaldo alguno, y en Panamá es la moneda de curso legal, pues el Código Fiscal establece que las personas están obligadas a aceptar el dólar como pago de obligaciones. Esta disposición legal ha sido refrendada por la Corte Suprema de Justicia, e incluso ésta ha determinado que en un contrato particular en que la obligación esté determinada en otra moneda (v.g. Euro), el obligado puede descargar su obligación pagando en dólares a la tasa de cambio corriente.

Resultado de lo anterior es que el dólar es, para todos los efectos prácticos, la moneda de curso forzoso en Panamá.

Libre mercado

Haciendo honor a la tradición comercial de Panamá, ya algunos bancos de la plaza han comenzado a aceptar cuentas en euros, y se ve ya en la ciudad algunos restaurantes y otros establecimientos, con etiquetas en la puerta anunciando que se aceptan euros. Por ahora es sólo un asunto de ofrecerle mayor flexibilidad a los europeos, principalmente turistas, que visitan el país. Pero ante la evidente inflación del dólar, es posible que cada vez más las personas prefieran mantener algunos saldos en euros que en dólares.

Pero el próximo paso es aceptar metales preciosos como moneda. En internet ya son aceptadas algunas monedas de oro. Hay unidades como e-gold (www.e-gold.com), que consiste en una moneda 100% respaldada por oro físico en una bóveda en Londres, y garantizado por un Fideicomiso constituido según la ley británica. Esta moneda, así como otras basadas en la misma idea, están siendo aceptadas como moneda en transacciones por internet, cada vez por más comerciantes. También hay los equivalentes en otros metales preciosos como e-silver y e-platinum, aunque el e-gold es la más utilizada.

Podríamos estar ante el resurgimiento de los metales preciosos como instrumentos monetarios de comercio internacional. Lo importante para que Panamá, es que se mantenga abierto a su tradición de libre mercado financiero, de modo que sea el mercado el que determine cuáles monedas serán aceptadas. La experiencia ha demostrado que es lo único que funciona a largo plazo.

El dólar en crisis

(Publicado en Revista Agenda, octubre de 2004)

Mucha gente en Panamá está habituada a pensar en el dólar como la moneda más estable del mundo, y la fuerza del hábito puede llevar a la gente a creer que lo que por mucho tiempo ha sido, siempre seguirá siendo. Sin embargo, nada en el mundo es eterno, ni siquiera el dólar como moneda de reserva internacional.

Un poco de historia

El dólar fue originalmente una moneda metálica, y ni siquiera había un banco central que controlara la emisión de moneda. Los Estados Unidos no tuvieron un banco central hasta la creación del Banco de la Reserva Federal en 1913.

Pero hoy día el dólar es una moneda completamente fiduciaria, es decir, que no tiene respaldo alguno en oro u otro metal. Este cambio fundamental en la naturaleza del dólar comenzó con la creación de la Reserva Federal, y se concretó finalmente en 1971 cuando el gobierno del Presidente Nixon literalmente declaró que no honraría más la convertibilidad en oro del dólar. Hasta ese momento, al menos en teoría el dólar seguía siendo una promesa de entregar cierta cantidad de oro, aunque sólo estuviese permitido a los bancos centrales extranjeros hacer dicha transacción. Sin embargo, con el mencionado acto del gobierno de Nixon el dólar se convirtió definitivamente en una moneda fiduciaria, sin respaldo alguno.

Keynesianismo

Desde entonces, la política de inflación monetaria y crediticia estimulada por la Reserva Federal aumentó a ritmos que antes eran impracticables. En esencia, esto ha permitido aumentar aún más el gasto público federal, medio siempre usado por los gobiernos para ganar popularidad y, peor aún, para premiar a los amigos y copartidarios con jugosos contratos.

Entre otras consecuencias, esto trae una estimulación artificial del consumo y la inversión en los Estados Unidos. Esto ha impulsado la economía norteamericana en las últimas tres décadas. Pero además, ese consumo a su vez ha sido financiado por los bancos centrales extranjeros que compran títulos norteamericanos, con la intención de mantener el dólar apreciado frente a sus respectivas monedas y de esa manera mantener altas exportaciones hacia Estados Unidos. Tales títulos son principalmente deuda federal, pero también en menor medida deuda privada y acciones de empresas privadas, así como bienes raíces.

Exportación de la inflación

En suma, quienes exportan hacia los Estados Unidos reciben dólares que luego cambian los bancos centrales de sus países, y éstos los reinvierten en títulos gubernamentales de los Estados Unidos. Según cifras de la Reserva Federal, el 40% de los títulos de deuda del gobierno federal está en manos de bancos centrales inversionistas fuera de los Estados Unidos.

Pero entonces ¿por qué todo el mundo quiere invertir en Estados Unidos y así financiar el consumo norteamericano? Obviamente, los Estados Unidos ha sido el país que más consistentemente ha disfrutado de progreso económico desde el Siglo XIX, y la gente confía que así seguirá siendo. Sin embargo, lo que en realidad está ocurriendo con la economía norteamericana en estos momentos es que está consumiendo sin producir suficiente para pagar ese consumo. El consumo de los norteamericanos está siendo financiado por los exportadores del resto del mundo por medio del proceso arriba descrito.

Hora de pago

Toda deuda tiene que ser pagada de vuelta en algún momento, pero el endeudamiento federal norteamericano está fuera de control. Por supuesto, el gobierno federal siempre puede aumentar los impuestos con la esperanza de aumentar la recaudación y así pagar deuda, pero todo aumento de impuestos necesariamente crea efectos negativos en la producción de riqueza. Por otro lado, la Reserva Federal tiene siempre a mano la opción de monetizar la deuda imprimiendo billetes para pagar a sus acreedores, devaluando efectivamente la moneda.

Tarde o temprano llegará el momento en que los tenedores de activos norteamericanos se darán cuenta que tales activos son insuficientes para generar la riqueza necesaria para seguir costeando el ritmo de consumo de los norteamericanos. Estos temores ya existen, y suenan con creciente frecuencia en los medios financieros, tanto norteamericanos como del resto del mundo. Eventualmente comenzarán estos inversionistas, a dejar de comprar más títulos federales y privados norteamericanos. Ello provocará una reacción en cadena que eventualmente terminará en la falla de todo el sistema financiero, que está todo interconectado con el actual consumo artificialmente alto, estimulado a través de gasto público e inflación crediticia.

Hay una salida, sin embargo. Sería que la Reserva Federal detenga cuanto antes el proceso inflacionario y deje de estimular artificialmente el consumo. Esto provocaría inmediatamente una recesión en los Estados Unidos que repercutiría al resto del mundo, pero así se darían las liquidaciones necesarias y forzaría un ajuste del consumo a niveles realistas. Es necesario que todo consumo sea respaldado por una producción previa. Si esto no se hace cuanto antes, la eventual pero segura explosión de la burbuja tendrá consecuencias considerablemente más graves.

Responsabilidad: ¿Individual o colectiva?

(Publicado en el Diario La Prensa, 2 de agosto de 2004)

Una idea sumamente trágica se ha apoderado de las mentes de muchas personas. Es la idea de que la sociedad es la responsable de los males que nos aquejan. Así, los pobres son pobres por culpa de la sociedad, los delincuentes son víctimas de la sociedad, las jóvenes prematuramente embarazadas son víctimas de la sociedad.

Se llega así al absurdo consistente en que, cometido un crimen, la única persona inocente es precisamente quien lo cometió, en tanto que los culpables son el resto de las personas (la sociedad.)

Esta ridícula idea niega un hecho fundamental en el comportamiento humano, cual es que el individuo actúa con base en sus propias decisiones tomadas libremente. Uno puede creer en el libre albedrío o descreer en él, pero no puede sostener a la vez que el individuo goza de libre albedrío y que no goza de él. El principio de no-contradicción previene de tal inconsistencia.

Si Juan mata a alguien, sólo puede ser que o Juan tomó la decisión en completa libertad o por contrario su decisión no fue libre, es decir, en realidad la decisión no fue ‘suya’. Si la decisión fue suya, es suya también la responsabilidad por su acción. Si, por contrario, Juan no tiene libre albedrío y por tanto sus acciones no son ‘libres’, entonces no es responsable.

Pero, ¿cómo puede ser la ‘sociedad’ la responsable en caso que Juan no tenga libre albedrío? La tal sociedad es un grupo de individuos. Y si se parte de la premisa de que los individuos no poseen libre albedrío, ¿cómo puede entonces decirse que la ‘sociedad’ sí lo tiene? Yo nunca veo a la sociedad en acción, sino sólo individuos en acción. Nunca he visto una ‘sociedad’ pensando, sintiendo, llorando o riendo. Sólo veo individuos actuando. La llamada ‘sociedad’ consiste realmente en miles de individuos libres interactuando voluntariamente según sus propios intereses individuales.

Pero la idea de que el crimen de Juan no es su responsabilidad, sino la de la ‘sociedad’, implicaría que las personas cuyo agregado llamamos ‘sociedad’ sí gozan de libre albedrío, después de todo. De lo contrario, la ‘sociedad’ tampoco podría ser la responsable. Se llega entonces al absurdo de que, precisamente porque las personas gozan de libre albedrío, resulta que no gozan de libre albedrío. Dado que las personas no son individualmente responsables, se concluye que sí lo son. Es una expresión más de la común paradoja del mentiroso.

Además de la contradicción interna arriba demostrada, la idea de la responsabilidad colectiva es necesariamente conducente a la irresponsabilidad. Si ninguna persona es individualmente responsable por sus actos, ¿cómo podría esperarse que lo sea la ‘sociedad’, compuesta precisamente por individuos que se dice son ‘irresponsables’?

Es por ello que ahora uno ve que la excusa más cómoda para justificar cualquier conducta es “nadie me comprende”, o “soy una víctima.” Así, cuando Juan mata a Pedro para despojar a éste la quincena tan arduamente ganada con el sudor de su frente, lo más cómodo es decir que en realidad el culpable es la sociedad. Así, estimado lector, resulta que usted y yo y el resto de los asociados, somos los responsables por el acto criminal de Juan. Incluso Pedro es responsable por el acto criminal de Juan. El único inocente, la única víctima, es precisamente el delincuente Juan.

Lo mismo aplicaría a los embarazos prematuros, al alcoholismo, al pandillerismo, a y cualesquiera otros vicios e incluso delitos.

Si aceptamos la idea de que las personas no son responsables individualmente por sus faltas, si no que lo es la ‘sociedad’, entonces tampoco hay responsabilidad por los actos nobles. Digo, si usted no es responsable de sus actos, ¿qué mérito tengo si en lugar de enviciarse se pone usted a trabajar y producir lo necesario para alimentar a su familia? ¿Qué podría tener de noble entonces que una persona elija estudiar para convertirse en un profesional, en lugar de dedicarse a la vagancia y al gangsterismo?

Para ser consistentes, la negación de la responsabilidad individual habría de ser aplicada tanto a las acciones buenas como a las malas. Entonces no deberíamos dar ningún mérito a quien prefiere trabajar honradamente, en lugar de dedicarse a despojar a otros de sus quincenas. Y entonces, nadie será responsable de nada. ¿Es esto lo que se quiere?

¿Y usted, amigo lector? ¿Es usted el responsable de sus actos, o lo es por contrario esa entelequia que llamamos ‘sociedad’? ¿Decidirá también achacar a los demás el peso de las consecuencias por las decisiones que usted toma?

Recuerde que la única responsabilidad es individual. Esa llamada responsabilidad colectiva no es más que pura sinvergüenzura.
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Léalo en La Prensa.

La inmoralidad del populismo

(Artículo publicado en diario El Panamá América,

En Latinoamérica hemos sufrido tradicionalmente el problema del subdesarrollo, y continuamos en pobreza. No logran nuestros países salir de la pobreza, y algunos incluso están retrocediendo, como es el caso conspicuo de Venezuela.

La causa, en lugar de buscarse en cucos ajenos a nuestra propia realidad, como el Imperialismo y otros similares, está realmente en la precaria situación de libertades individuales en nuestros países. A diferencia de los norteamericanos que luego de independizarse de la Corona Británica fundaron su estado sobre los principios de propiedad privada, derechos individuales, derecho a la secesión, y en general la limitación de los poderes del gobierno, en Latinoamérica nos embarcamos especialmente en la segunda mitad del Siglo XX, en proyectos estatizadores y socializadores, que aunque bien intencionados, agravaron y continúan sumiéndonos en la pobreza.

Las personas no necesitan de un Papá Estado que les produzca su pan y los cuide cual si fuesen bebés. Las personas son capaces de producir su propio pan, de trabajar en beneficio propio y proveerse sus necesidades, sin la injerencia de los gobernantes. Y es que cuando establecemos en nuestras constituciones toda esa retahíla de los mal llamados “derechos sociales”, lo que estamos haciendo efectivamente es darles más poder, prácticamente ilimitado, a los políticos.

Cuando Juan Pérez no puede utilizar su automóvil, que pagó con su propio sudor, para transportar personas y cobrar por ello, porque el Estado se lo prohibe dizque para proteger a los taxistas, Juan Pérez está sufriendo una violación a su derecho de propiedad privada.

Cuando Juan Pérez no puede conseguir un trabajo porque el Estado le prohibe trabajar a un salario menor del mínimo legal, lo que efectivamente está ocurriendo es que el Estado se ha declarado dueño de la mano de obra de Juan, y ha dictado unilateralmente cuál es el valor del trabajo de éste, sin importarle que la consecuencia sea ahora que Juan esté desempleado.

Y todo esto, más otra serie de casos que no cabe enumerar aquí, en que el Estado ha ido gradualmente despojando a los individuos de su capacidad de decidir y valerse por sí mismos, con la excusa de “protegerlos”, son consecuencia de aquella concepción que ve al Estado como un proveedor de riqueza y bienestar para el pueblo.

Pero dicha visión es una que desconoce completamente la dignidad humana. La función del Estado es proteger la vida y la propiedad privada de los particulares. Todo aquello de la llamada “responsabilidad social”, es algo que escapa completamente a la verdadera función del Estado. Los particulares son libres para decidir por sí mismos lo que les conviene, y responsables por sí solos de sus decisiones. La única responsabilidad es exclusivamente individual.

La llamada “responsabilidad social” lo que hace es eliminar esa responsabilidad individual. Y como es evidente, cuando “todos” son responsables, en realidad “nadie” es responsable. Cada uno termina tratando de despojar a los demás, en lugar de tratar de trabajar en su propio beneficio. Éste es el trágico resultado de la infame redistribución, que no es otra cosa que quitar a unos lo que han producido con su esfuerzo, para dárselo a otros.

Y los políticos hacen uso hasta de argumentos religiosos, de solidaridad con el prójimo, para justificar tales medidas. Pero olvidan quienes así hablan, que incluso para la teología cristiana la moralidad del Hombre es una consecuencia necesaria de su libertad individual. Cuando una persona se desprende voluntariamente de un pedazo de pan que le pertenece y lo da a otro, podemos hablar de un acto moral. Pero cuando el Estado por medio de la fuerza le quita a Juan su pedazo de pan para dárselo a Pedro, con la excusa de que Pedro lo necesita con más urgencia, ya no podemos hablar de un acto moral. Juan no ha “donado” su pan a Pedro. Juan ha sido despojado de su pan en contra de su voluntad. ¿Cómo podemos hablar de solidaridad cuando a uno le han robado de esta manera?

Ahora que tan de moda está el tema de una nueva constitución para Panamá, lo que debemos exigir a los políticos es que dejen de atribuirse la potestad de disponer de nuestros bienes, trabajo y derechos como si fueran de ellos. Porque es así, lectores. Los políticos redistribuyen y hacen dádivas con el dinero y el esfuerzo de otros. Ellos ni siquiera tienen la decencia de regalar su propio dinero, pero se presentan como héroes cuando despojan a unos en beneficio de otros.

Ya es tiempo que les digamos a los políticos que nos dejen trabajar y producir en paz, y disfrutar del fruto de nuestro esfuerzo personal. Mucho daño nos han hecho ya con su demagogia populista. Es hora que nos sea reconocido nuestro derecho a ayudarnos los unos a los otros en plena autonomía de la voluntad, y no por decreto del César.

Deuda pública: ¿buena o mala?

(Artículo publicado en diario El Panamá América, 19 de enero de 2004)

Algunos dicen que la deuda pública es negativa porque compromete recursos públicos que podrían usarse para obras sociales. Otros dicen que la deuda es positiva, porque al obtener créditos el gobierno puede llevar a cabo las inversiones que el país necesita para su desarrollo. En este artículo trataré de exponer las razones principales por las cuales la deuda pública empobrece a los panameños.

En primer lugar, la idea de que el Estado deba invertir en infraestructura no tiene nada que ver con el endeudamiento. Si el Estado necesita construir una carretera, un puente, o cualquier otra obra de infraestructura, puede hacerlo con recursos existentes. Si no tiene los recursos al momento, entonces el Estado puede otorgar en concesión administrativa la obra, para que sea construida con recursos privados. No se justifica endeudarse para ello.

Lo más peligroso de la deuda pública es que ésta constituye un impuesto sin ley. Normalmente, si el gobierno de turno desea recaudar nuevos fondos para aumentar el gasto público, tiene que aumentar los impuestos. Para esto, a su vez, tiene que aprobar una ley. Y obviamente el aumento de impuestos es siempre impopular. Por ello, los gobiernos han inventado el endeudamiento público, mecanismo por el cual pueden establecer un nuevo impuesto sin tener que pasar por el proceso legislativo, es decir, sin tener que ventilar públicamente el nuevo impuesto. Así, el gobierno puede establecer en la práctica un nuevo impuesto y la mayoría de los ciudadanos ni siquiera se entera, con lo que el gobierno se evita o al menos disminuye el costo político.

Pero de que es un nuevo impuesto, no tenga duda. La razón está en que toda deuda tiene que pagarse, tarde o temprano. Y como el gobierno se ha endeudado precisamente para poder gastar más de lo que tenía en un momento dado, cuando haya que pagar la deuda habrá que obtener ese dinero extra de algún lado. Y allí es donde vienen las alzas de impuestos, como la que tuvimos hace poco más de un año. Y entonces los gobiernos intentan convencer a la población de que el alza de impuestos es necesaria para cubrir el déficit fiscal, déficit que obviamente no existiría si el gobierno no se hubiese endeudado en primer lugar.

Pero hay una razón de mayor peso aún por la cual los gobiernos prefieren endeudarse todo lo posible. Hay que recordar que cada gobierno está en el poder durante cinco años. Si un gobierno determinado puede emitir deuda con plazo de repago mayor de cinco años, podrá gastar todo el dinero que pueda obtener con el dicho endeudamiento, pero no tendrá que asumir el costo político de aumentar los impuestos. Esto último, como quien dice, será problema de otro gobierno. Por esto, la tentación de endeudamiento público es demasiado grande para cada gobierno. La confirmación empírica puede verse en el hecho de que la deuda pública nunca disminuye, sino que siempre va en aumento y, con ella, también aumentan los impuestos.

¿Cuál es entonces la solución al problema? En Panamá tenemos un magnífico ejemplo de límite al poder de los gobernantes. Se trata de la prohibición de emitir papel moneda de curso forzoso. Con esta norma constitucional que idearon los próceres de la República y que afortunadamente se ha mantenido hasta ahora, en nuestro país nos hemos visto libres de los problemas de inflación y constantes devaluaciones a que son sometidos los habitantes de otros países lationamericanos. El hecho de que nuestros gobernantes no puedan emitir papel moneda es probablemente el principal factor que ha permitido a Panamá mantenerse como uno de los países con economía más estable, y con una calidad de vida de las más altas, de toda América Latina.

Mi propuesta es hacer lo mismo con la deuda pública: prohibir por mandato constitucional el endeudamiento del gobierno. Cada vez que un gobernante tenga intención de aumentar el gasto público, tendrá forzosamente que aumentar los impuestos, lo cual al ser siempre impopular, logrará frenar a los políticos en su permanente afán de gastar el dinero de los demás. Sólo aumentarán los impuestos cuando sea realmente necesario.

Estoy seguro que los políticos se opondrán a esta propuesta. Dirán que esto limitaría al gobierno y le impediría dirigir la economía. Precisamente, ésa es la idea. Así como no han podido despojarnos de nuestras cuentas de ahorro con las devaluaciones e hiperinflación causadas por la emisión de moneda, pues así tampoco podrán hipotecar sin permiso el futuro de nuestros hijos.

Ya es tiempo que entendamos que los políticos no son quienes harán que este país salga adelante. Muy por contrario, ellos han tenido su oportunidad por cien años, y han demostrado que no merecen nuestra confianza. Quitémosles ahora la facultad de endeudarnos. Es lo mínimo que les debemos a nuestros hijos.

De los llamados bienes públicos

(Artículo publicado en diario El Panamá América, 13 de enero de 2004)

Los conocemos como bienes públicos, y comprenden las calles, las costas, miles de hectáreas de tierra en el país, el Canal de Panamá, y muchos otros.

La experiencia ha demostrado incontrovertiblemente que los bienes públicos tienden a ser descuidados y a estar en mala situación, en tanto que los bienes privados tienden a ser mejor administrados y dan mucho más provecho. Este problema se conoce como la tragedia de los comunes, y ocurre básicamente por aquello de que lo que es de todos, en realidad no es de nadie, y por tanto nadie lo cuida.

Cuando un pedazo de tierra tiene un dueño particular, esa persona la cuidará dedicadamente, e incluso invertirá para mejorarla. Esto se ve fácilmente en que las personas de todo estrato socioeconómico dedican bastante esfuerzo en mantener sus casas bonitas, en buen estado, bien pintadas, con jardines decorativos, etc. Le dan mantenimiento constante, para evitar su deterioro. Incluso invierten dinero en construir cercas y otras mejoras, para aumentar su valor.

Lo mismo ocurre con las tierras privadas dedicadas al cultivo y la ganadería. El dueño generalmente invierte tiempo y recursos en adquirir pastos mejorados, arar y abonar la tierra, etc. Y se preocupa mucho de mantener su valor en el tiempo, e incluso aumentarlo.

En cambio, con los llamados bienes públicos, como calles, plazas y parques públicos, aceras, etc., no ocurre lo mismo. Nni siquiera con campañas cívicas promoviendo el aseo y ornato públicos, se logra que la gente los cuide en la misma medida. ¿Por qué?

La respuesta parece obvia. Si Doña Inés tiene que dedicar tiempo y recursos limitados a mantener y mejorar bienes, y tiene que escoger entre hacerlo con su propia casa, o hacerlo con la plaza pública, no hay que ser un genio para adivinar cuál opción elegirá. Debemos entender de una buena vez que el ser humano es egoísta por naturaleza, y que esto no necesariamente es malo. Sencillamente, es conducente a la propia supervivencia el preocuparse primero por uno mismo y los suyos, para luego entonces preocuparse por los demás. Ni todos los millones de dólares que se puedan gastar en campañas cívicas podrán cambiar esta naturaleza del Hombre.

En Panamá hay una cantidad no precisada, pero definitivamente enorme, de tierras incultas. La enorme mayoría de estas tierras incultas no tienen título de propiedad. Mientras el Estado siga manteniendo estas tierras, nadie invertirá mucho dinero ni tiempo en mantenerlas, mucho menos en mejorar su productividad. Es necesario que el Estado deje de ser propietario de tierras, y comience a otorgar títulos de propiedad a los campesinos.

Pero no es sólo un asunto de tierras para cultivo o ganadería. Lo mismo aplica para las calles, plazas públicas, y virtualmente todo tipo de bienes públicos. Cualquier habitante de la ciudad capital puede constatar con sus propios ojos la diferencia abismal que hay entre el estado de las calles públicas, y el estado de las calles privadas, como las que hay en centros comerciales, urbanizaciones privadas, e incluso los famosos corredores.

Lo mismo respecto de las áreas de estacionamiento. En el caso de las áreas públicas de estacionamiento, la queja generalmente es que no hay suficientes, que no hay seguridad, que hay poca iluminación, etc. No escucho estas quejas, en cambio, respecto de los lotes privados de estacionamiento.

Los panameños debemos entender que nosotros mismos, como ciudadanos particulares, sabemos manejar mejor nuestros asuntos que lo que pueden hacerlo los políticos. Éstos han demostrado reiteradamente que no son buenos administradores de nuestros bienes. Lo que sí han demostrado tener es capacidad para hacer negocios privados con nuestros bienes, negocios de los que los ciudadanos no vemos ningún beneficio. Entonces, ¿por qué seguimos confiándoles la administración de la llamada cosa pública?

Debemos exigir que se nos devuelvan los bienes que ahora son “públicos.” Debemos confiar nuevamente en la capacidad de cada uno de nosotros para administrar mejor lo que en justicia nos pertenece a nosotros. Debemos dejar de creer en el mito de que los políticos saben mejor que nosotros lo que nos conviene.

El próximo gobierno debe comenzar la tarea, y terminarla durante su mandato quinquenal, de deshacerse totalmente de las tierras estatales. Y no hablo de privatización como las que ya conocemos, sino de titularización de tierras a los actuales poseedores de ellas. Pero para que sea un verdadero incentivo tener tierras, cuidarlas, y ponerlas a producir para beneficio del país, también es necesario eliminar los absurdos impuestos a la tenencia de inmuebles, y todas las otras cargas similares que lo que hacen es castigar la producción.

Ya es tiempo que exijamos a los políticos que nos devuelvan lo que es nuestro. Comencemos con el próximo gobierno, pero desde el primer día. Exíjale esto a su candidato.