La ilusión de la soberanía popular

(Publicado en el Diario La Prensa, 1 de septiembre de 2003)


La democracia como forma de gobierno ha sido sobreestimada. Y no es que yo sugiera la adopción de otra forma de gobierno, ni mucho menos. Sencillamente, mi proposición es que la creencia en la soberanía de las mayorías como método infalible de lograr el bienestar, ha resultado ser una vana ilusión.

Rousseau nos dijo que un gobierno elegido por la mayoría, necesariamente tenía que ser bueno. Los anglosajones, afortunadamente, no fueron tan ingenuos. Los fundadores de la nación norteamericana (si se puede hablar de tal cosa), entendieron bien los peligros del poder ilimitado del gobierno, inclusive cuando dicho gobierno ha sido elegido democráticamente.

Por tal razón, establecieron un sistema de límites al poder público, los llamados pesos y contrapesos (checks and balances). La constitución norteamericana adoptada en la Convención de Filadelfia de 1787, contiene más que cualquier otra cosa, cláusulas de límites al poder de los gobernantes, y la salvaguarda de los derechos fundamentales del individuo frente al gobierno.

En Latinoamérica, sin embargo, inspirados por la fe de Rousseau en la supuesta sabiduría irrestricta de las mayorías, nuestros fundadores prefirieron dejar a los gobernantes todo el poder, sin limitaciones de tipo alguno. Y los argumentos a favor de tal omisión todavía se escuchan, aún en círculos intelectuales: que el gobernante no debe tener las manos atadas para legislar en beneficio de la sociedad; que demasiadas restricciones al poder hacen ineficiente la gestión pública, y otros similares.

Pero tales argumentos se fundamentan básicamente en dos premisas: primero, que el bienestar de los ciudadanos será mejor mientras más pueda hacer el gobernante; y segundo, que el gobernante, habiendo sido escogido por el pueblo, siempre será un buen gobernante y velará sin excepción por el bien de todos, o al menos de las mayorías.

Pero la primera premisa, que el bienestar de la población es responsabilidad del gobernante, es falsa. Lo sorprendente es que tantos crean aún en la veracidad de dicha asunción, porque son los particulares quienes son responsables por su bienestar individual, y en conjunto, por el bienestar general de la población (que a fin de cuentas está compuesta de individuos.)

No es el Estado el llamado a trabajar ni a crear riqueza por las personas. Son las personas quienes han de procurarse su trabajo y su riqueza. Y todo esto en el marco del respeto al trabajo, la propiedad, y los derechos de las demás personas.

Para ser libres y prósperos debemos comenzar por aceptar la responsabilidad por nuestras decisiones, y abandonar el parasitismo de esperar a que el gobernante nos resuelva nuestros problemas, y nos provea de nuestro alimento. Cuando pedimos que alguien nos mantenga, a la vez estamos renunciando a nuestra libertad e independencia.

La segunda premisa, sin embargo, es la más absurda de las dos. Y la que más claramente ha sido refutada por la experiencia histórica. ¿Cuántos gobernantes sabios recuerda usted, estimado lector? ¿Cuántos gobernantes hemos tenido que no abusaran en algún momento de su poder, en perjuicio de personas y grupos de particulares, a los que supuestamente deben proteger?

Debemos acostumbrarnos al hecho de que los gobernantes son seres humanos. Y como tales, están sujetos a los mismos vicios, tentaciones, y abusos que cualquier otro mortal. No son dioses ni seres guiados por la luz divina, como sus apologistas pretenden hacernos creer.

La creencia en los gobernantes mesiánicos, que supuestamente nos llevarán a la tierra prometida de la riqueza y el desarrollo, nos ha llevado a concederles a nuestros políticos una serie de poderes ilimitados, sin controles y sin barreras, que la experiencia demuestra que nos ha causado más daño que bien.

Y es por esto mismo que, a la vez que tratamos siempre de elegir a los mejores, debemos estar siempre preparados para cuando estemos gobernados por los peores. Nuestras leyes deben siempre establecer límites concretos, específicos y claros al poder del gobernante, para que cuando tengamos uno malo (lo cual ocurre con demasiada frecuencia), al menos no pueda hacer tanto daño a los derechos de los particulares.

Los objetivos para los cuales elegimos gobernantes son muy claros. No hay razón para que les dejemos amplitud discrecional, que les permita aplicar tales discreciones en beneficio de ellos mismos, y en perjuicio de los objetivos para los cuales han sido nombrados.

Debemos exigir a nuestros jueces y magistrados, que apliquen el derecho y entiendan, de una buena vez, que las instituciones de garantía como la acción de amparo, el habeas corpus, y los controles de inconstitucionalidad y de legalidad, están para proteger los derechos de los particulares, y no para legitimar la discrecionalidad del gobernante.

Para prosperar necesitamos menos intervención gubernamental en las vidas y actividades de los particulares. Los problemas no son resueltos por los gobernantes, sino por los particulares en sus relaciones mutuas. La riqueza es creada por los particulares con su trabajo, su esfuerzo. Los gobiernos no crean riqueza, más bien la destruyen. Necesitamos reducir, no aumentar, el poder gubernamental.