El consumo no crea riqueza

(Artículo publicado en Revista Agenda, marzo de 2008)

Al momento de escribir este artículo, se plantea en los Estados Unidos de América la posibilidad de un paquete de “estímulos” a la economía, basado principalmente en devoluciones de impuestos a los contribuyentes, con la idea de reavivar el consumo y con ello darle un respiro a la economía norteamericana, ante la creciente amenaza de una recesión.

No soy yo quien vaya a oponerse a que el Gobierno devuelva impuestos a los ciudadanos, pero sí debo señalar que el objetivo de reavivar la economía no será logrado con la medida propuesta de “estimular el consumo”. La razón es que no es el consumo, sino precisamente el ahorro acompañado de inversión, lo que genera riqueza.

Falacias keynesianas

En medios financieros, se pone gran atención en lo que llaman la “confianza del consumidor”. Se refiere a las expectativas que sobre la economía tienen los consumidores, y la premisa es que cuando los consumidores tienen confianza en las perspectivas económicas, continúa gastando (consumiendo) y ello mantiene la economía funcionando. Y que, por otro lado, cuando el consumidor está pesimista sobre la economía, comienza a reducir su consumo y esto, continúa la idea, es malo para la economía.

La idea de que el consumo es creador de riqueza está simple y llanamente basada en una falacia económica, la llamada “falacia de la ventana rota”. Lo equivocado del razonamiento de esta falacia se ilustra con el ejemplo de un niño que lanza un ladrillo y rompe una ventana. Alguien alega que aunque dicho suceso constituye una pérdida para el dueño de la casa, genera un beneficio para la sociedad, porque ahora el dueño de la casa tendrá que encargar otra ventana, y por tanto el fabricante de ventanas tendrá negocio. Éste, a su vez, tendrá que comprar materia prima, por lo que el que vende vidrio, el que vende el aluminio del marco, etc., tendrán negocio también. Gracias a la travesura del niño, la economía se comienza a mover, corre el argumento.

Pero dicha idea sólo evalúa aquello que estamos viendo. Ignora aquello que pudo ocurrir, pero no ocurrió precisamente porque el niño rompió la ventana. Por ejemplo, el dueño de la casa bien podría haber estado queriendo comprarse un nuevo vestido, y ahora que tendrá que gastarse el dinero en la ventana, el vestido tendrá que esperar. El negocio del fabricante de ventanas, entonces, vino a costa del negocio del sastre. No fue una ganancia neta para la sociedad.

El absurdo se hace evidente por cuanto aunque es cierto que se va a generar nueva actividad económica para reconstruir la ventana, dicha actividad económica sólo hará retornar las cosas a la situación anterior. Esa misma actividad económica, de no ser por la destrucción, podría haberse empleado en aumentar más aún la riqueza.

Es la producción, no el consumo, lo que crea riqueza.

Es que, por definición, el consumo es lo contrario a la creación de riqueza. El consumo presupone la existencia de riqueza ya creada, pues no se puede jamás consumir lo que no existe.

Y para producir cosas, es necesario el capital, entendido como la riqueza que no se destina para su consumo inmediato, sino para producir más riqueza. Esto hasta Marx lo entendió. Y por necesidad, las inversiones de capital requieren de ahorro. Esto se desprende de que no se puede destinar para producción, algo que usted ya consumió, porque esto último implica que ya no existe, y como lo que no existe no se puede usar para producir nada, pues ahí lo tiene usted: el ahorro es un sine qua non de la inversión.

Pero la falacia keynesiana del consumo como generador de riqueza completa el círculo del sinsentido cuando trata al ahorro como algo peligroso para la economía. Es que según la visión keynesiana, cuando la gente decide ahorrar (por la razón que sea), deja de “mover la economía”.

¡No señor, el ahorro de hoy es lo que permite el consumo de mañana! Imagínese usted que un asesor financiero le dijese que, para vivir en mejores condiciones económicas en el futuro, lo que usted debe hacer es aumentar sus gastos de consumo, aunque ello implique endeudarse, y ahorrar muy poco o nada. Ante semejante consejo, estoy seguro que usted saldría huyendo.

Pero cuando pasamos del escenario micro al macro, y hablamos de una población entera y no de una familia, por alguna razón misteriosa la lógica cambia súbitamente. Se invierte por completo el sentido común, y se dice que hay que evitar a toda costa que la gente reduzca el gasto de consumo y aumente el ahorro, porque ello traería la catástrofe para la economía de un país.

Mejor no nos estimulen tanto

Cuando los gobiernos hacen política económica basándose en falacias como ésta, tal cual ha ocurrido muchas veces y pareciera que puede ocurrir en los Estados Unidos este año, ello inevitablemente conduce al agravamiento de la crisis.

Si se quiere reactivar una economía, no debe estimularse el gasto y desestimular el ahorro y la inversión. Lo que debe hacerse es reducir barreras al ahorro y la inversión. ¿Y cómo se logra esto?

La manera más efectiva de lograr esto es mediante: a) reducción general de impuestos (y no meras devoluciones de $300 a cada contribuyente de clase media); b) desregulación y desburocratización, y c) eliminación de barreras a la libre empresa y la libre competencia, tanto interna como externa.

En cuanto a las reducciones de impuestos, lo más efectivo es la reducción de impuestos a las empresas. Dado que los impuestos son un costo de hacer negocios, mientras más altos sean los costos de las empresas, menos ahorro habrá disponible para invertir. Irónicamente entonces, muy contrario a lo que proponen los populistas norteamericanos, si hay que elegir entre una reducción impuestos a las personas o una reducción de impuestos a las empresas, lo más efectivo para reactivar una economía es ésta última.

La carreta delante de los bueyes

Lamentablemente, cuando los gobiernos tienen como política económica estimular el gasto de consumo y desincentivar el ahorro, la economía termina sufriendo las consecuencias. El monstruo del keynesianismo, que tanto daño ha hecho desde el Siglo XX, continúa haciendo daño. Durante la Gran Depresión iniciada en 1929, los gobiernos sucesivos de Herbert Hoover y de Franklin D. Roosevelt incurrieron en políticas como las que ahora se promueven, de estimular el consumo, establecer más barreras regulatorias para todos los negocios, e incluso aumentaron los impuestos para incrementar el gasto público. El resultado fue que lo que hubiese sido una mera recesión de corto plazo, se convirtió en una Depresión que duró hasta finales de la década de 1930 (el mito de que el “New Deal” acabó con la Gran Depresión es eso, un mito. Los altos niveles de desempleo y el estancamiento económico continuaron hasta poco antes de la II Guerra Mundial).

Lamentablemente, las propuestas políticas de algunos precandidatos presidenciales en Norteamérica suenan demasiado similares a las medidas populistas del New Deal. Ideas como: aumentar los impuestos a las empresas, especialmente las petroleras; establecer barreras al libre comercio para “proteger” las industrias nacionales, y hasta violentar la libertad de contratación, pasando leyes para evitar las ejecuciones de hipotecas a las personas morosas.

Espero que tales propuestas sean meramente demagogia de campaña, y no sean llevadas a la práctica. Sería catastrófico.