El Edicto de Diocleciano
Posted by Jaime Raúl Molina in Economía on julio 02, 2014
(Artículo publicado en Revista AGENDA, junio de 2014)
Aquellos que no pueden recordar el
pasado, están condenados a repetirlo, nos advertía Santayana. Ahora que está de
moda hablar de control de precios, el Edicto
de Precios Máximos (301 a.C.) de Diocleciano, emperador romano (284-305
d.C.), es objeto de referencia obligatoria para los estudiosos de la ciencia
económica, y ofrece un claro ejemplo de las dificultades y efectos que produce
las políticas de fijación de precios máximos.
Como nos relatan Schuettinger y
Butler en su obra Forty Centuries of
Wage and Price Controls (“Cuarenta siglos de controles de precios y
salarios”), Roma experimentó una alta inflación durante el régimen de Diocleciano,
debido en gran parte a un programa de exacerbado gasto público tanto en obras
públicas y aumento del gasto militar, aumento de impuestos y engrosamiento del
ejército de funcionarios, así como un continuo envilecimiento de la moneda como
forma de financiar ese creciente gasto público.
Diocleciano, sin embargo, atribuyó la inflación a la avaricia de los
comerciantes y especuladores.
Precios
máximos, escasez máxima.
El Edicto de Diocleciano, como se
le conoce hoy día, fijó los precios máximos a que se podía vender toda clase de
productos, tanto de alimentación como de vestimenta, e incluso los salarios
máximos que se podían pagar a los trabajadores según actividad. Los efectos del Edicto no se hicieron
esperar. Los comerciantes, al ver que
los precios máximos fijados eran inferiores a lo que les permitía recuperar
costos y una razonable ganancia, perdieron el incentivo a traer productos al
mercado, con lo que la oferta de bienes se redujo. Esto, a su vez, provocó que el movimiento
comercial pasó a la clandestinidad, y los precios allí eran necesariamente más
altos, no sólo ahora por la oferta reducida, sino por la prima que
invariablemente ha de cobrar el comerciante clandestino para compensar el
riesgo de sufrir el castigo de la ley, que en el caso del Edicto de
Diocleciano, era la pena de muerte.
Cuatro años después de la
promulgación del Edicto, Diocleciano abdicó.
Su Edicto cayó en desuso y se convirtió en letra muerta. Pero sus efectos devastadores en la economía,
no se fueron. Ocurre que es muy fácil
destruir una economía, sus instituciones, el capital invertido, el incentivo de
productores y comerciantes a dedicarse a sus actividades productivas. Es mucho más difícil regenerar la estructura
productiva después.
Edictos
modernos
El Edicto de Diocleciano no es el
único ejemplo histórico, ni mucho menos.
Los controles de precios siempre generan los mismos efectos. En los Estados Unidos de América, en la
década de 1970, el Presidente Nixon estableció controles de precios. En particular, existen imágenes de las largas
colas de automovilistas afuera de las estaciones de combustible, intentando
llenar sus tanques de gasolina. El
precio de la gasolina había sido regulado con límites máximos, en un intento de
controlar la inflación. La escasez
manifestada en largas colas, fue la consecuencia.
En Venezuela cada día es una
odisea para el venezolano promedio, conseguir productos tan básicos como papel
higiénico, pollo, carne, leche, huevos.
Las largas colas y las cuotas de racionamiento al estilo cubano, son
síntoma de cómo los límites de precios máximos terminan empobreciendo al
ciudadano aún más que los altos precios.
La cura se vuelve más dañina que la enfermedad.
Precios
e información
Los resultados antes aludidos, son
inevitables. Los precios son
señales. Los altos precios indican que
hay oferta insuficiente. Es una señal
para los empresarios, de que hay que buscar aumentar la oferta. A su vez, es una señal para el consumidor, de
que hay que racionar el consumo. El
incentivo funciona muy bien porque afecta el propio bolsillo. Pero cuando se establece por decreto límites
de precios máximos, se interfiere con dicho mecanismo de transmisión de
información. La señal es distorsionada. Ahora, como resultado del precio
artificialmente bajo, por un lado los productores, comerciantes y empresarios
en general, pierden el incentivo a buscar mecanismos para aumentar la oferta. El consumidor, por su parte, ya no tiene
incentivo a racionar, pues el precio bajo le indica que hay abundancia y se
comporta en consecuencia. El resultado
invariablemente es estanterías vacías, mercados negros, y una población más
pobre que antes.
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