El Edicto de Diocleciano


(Artículo publicado en Revista AGENDA, junio de 2014)

Aquellos que no pueden recordar el pasado, están condenados a repetirlo, nos advertía Santayana. Ahora que está de moda hablar de control de precios, el Edicto de Precios Máximos (301 a.C.) de Diocleciano, emperador romano (284-305 d.C.), es objeto de referencia obligatoria para los estudiosos de la ciencia económica, y ofrece un claro ejemplo de las dificultades y efectos que produce las políticas de fijación de precios máximos.

Como nos relatan Schuettinger y Butler en su obra Forty Centuries of Wage and Price Controls (“Cuarenta siglos de controles de precios y salarios”), Roma experimentó una alta inflación durante el régimen de Diocleciano, debido en gran parte a un programa de exacerbado gasto público tanto en obras públicas y aumento del gasto militar, aumento de impuestos y engrosamiento del ejército de funcionarios, así como un continuo envilecimiento de la moneda como forma de financiar ese creciente gasto público.  Diocleciano, sin embargo, atribuyó la inflación a la avaricia de los comerciantes y especuladores. 

Precios máximos, escasez máxima.

El Edicto de Diocleciano, como se le conoce hoy día, fijó los precios máximos a que se podía vender toda clase de productos, tanto de alimentación como de vestimenta, e incluso los salarios máximos que se podían pagar a los trabajadores según actividad.  Los efectos del Edicto no se hicieron esperar.  Los comerciantes, al ver que los precios máximos fijados eran inferiores a lo que les permitía recuperar costos y una razonable ganancia, perdieron el incentivo a traer productos al mercado, con lo que la oferta de bienes se redujo.  Esto, a su vez, provocó que el movimiento comercial pasó a la clandestinidad, y los precios allí eran necesariamente más altos, no sólo ahora por la oferta reducida, sino por la prima que invariablemente ha de cobrar el comerciante clandestino para compensar el riesgo de sufrir el castigo de la ley, que en el caso del Edicto de Diocleciano, era la pena de muerte.

Cuatro años después de la promulgación del Edicto, Diocleciano abdicó.  Su Edicto cayó en desuso y se convirtió en letra muerta.  Pero sus efectos devastadores en la economía, no se fueron.  Ocurre que es muy fácil destruir una economía, sus instituciones, el capital invertido, el incentivo de productores y comerciantes a dedicarse a sus actividades productivas.  Es mucho más difícil regenerar la estructura productiva después.

Edictos modernos

El Edicto de Diocleciano no es el único ejemplo histórico, ni mucho menos.  Los controles de precios siempre generan los mismos efectos.  En los Estados Unidos de América, en la década de 1970, el Presidente Nixon estableció controles de precios.  En particular, existen imágenes de las largas colas de automovilistas afuera de las estaciones de combustible, intentando llenar sus tanques de gasolina.  El precio de la gasolina había sido regulado con límites máximos, en un intento de controlar la inflación.  La escasez manifestada en largas colas, fue la consecuencia.

En Venezuela cada día es una odisea para el venezolano promedio, conseguir productos tan básicos como papel higiénico, pollo, carne, leche, huevos.  Las largas colas y las cuotas de racionamiento al estilo cubano, son síntoma de cómo los límites de precios máximos terminan empobreciendo al ciudadano aún más que los altos precios.  La cura se vuelve más dañina que la enfermedad.

Precios e información

Los resultados antes aludidos, son inevitables.  Los precios son señales.  Los altos precios indican que hay oferta insuficiente.  Es una señal para los empresarios, de que hay que buscar aumentar la oferta.  A su vez, es una señal para el consumidor, de que hay que racionar el consumo.  El incentivo funciona muy bien porque afecta el propio bolsillo.  Pero cuando se establece por decreto límites de precios máximos, se interfiere con dicho mecanismo de transmisión de información.  La señal es distorsionada.  Ahora, como resultado del precio artificialmente bajo, por un lado los productores, comerciantes y empresarios en general, pierden el incentivo a buscar mecanismos para aumentar la oferta.  El consumidor, por su parte, ya no tiene incentivo a racionar, pues el precio bajo le indica que hay abundancia y se comporta en consecuencia.  El resultado invariablemente es estanterías vacías, mercados negros, y una población más pobre que antes.