La ilusión de la soberanía popular

(Publicado en el Diario La Prensa, 1 de septiembre de 2003)


La democracia como forma de gobierno ha sido sobreestimada. Y no es que yo sugiera la adopción de otra forma de gobierno, ni mucho menos. Sencillamente, mi proposición es que la creencia en la soberanía de las mayorías como método infalible de lograr el bienestar, ha resultado ser una vana ilusión.

Rousseau nos dijo que un gobierno elegido por la mayoría, necesariamente tenía que ser bueno. Los anglosajones, afortunadamente, no fueron tan ingenuos. Los fundadores de la nación norteamericana (si se puede hablar de tal cosa), entendieron bien los peligros del poder ilimitado del gobierno, inclusive cuando dicho gobierno ha sido elegido democráticamente.

Por tal razón, establecieron un sistema de límites al poder público, los llamados pesos y contrapesos (checks and balances). La constitución norteamericana adoptada en la Convención de Filadelfia de 1787, contiene más que cualquier otra cosa, cláusulas de límites al poder de los gobernantes, y la salvaguarda de los derechos fundamentales del individuo frente al gobierno.

En Latinoamérica, sin embargo, inspirados por la fe de Rousseau en la supuesta sabiduría irrestricta de las mayorías, nuestros fundadores prefirieron dejar a los gobernantes todo el poder, sin limitaciones de tipo alguno. Y los argumentos a favor de tal omisión todavía se escuchan, aún en círculos intelectuales: que el gobernante no debe tener las manos atadas para legislar en beneficio de la sociedad; que demasiadas restricciones al poder hacen ineficiente la gestión pública, y otros similares.

Pero tales argumentos se fundamentan básicamente en dos premisas: primero, que el bienestar de los ciudadanos será mejor mientras más pueda hacer el gobernante; y segundo, que el gobernante, habiendo sido escogido por el pueblo, siempre será un buen gobernante y velará sin excepción por el bien de todos, o al menos de las mayorías.

Pero la primera premisa, que el bienestar de la población es responsabilidad del gobernante, es falsa. Lo sorprendente es que tantos crean aún en la veracidad de dicha asunción, porque son los particulares quienes son responsables por su bienestar individual, y en conjunto, por el bienestar general de la población (que a fin de cuentas está compuesta de individuos.)

No es el Estado el llamado a trabajar ni a crear riqueza por las personas. Son las personas quienes han de procurarse su trabajo y su riqueza. Y todo esto en el marco del respeto al trabajo, la propiedad, y los derechos de las demás personas.

Para ser libres y prósperos debemos comenzar por aceptar la responsabilidad por nuestras decisiones, y abandonar el parasitismo de esperar a que el gobernante nos resuelva nuestros problemas, y nos provea de nuestro alimento. Cuando pedimos que alguien nos mantenga, a la vez estamos renunciando a nuestra libertad e independencia.

La segunda premisa, sin embargo, es la más absurda de las dos. Y la que más claramente ha sido refutada por la experiencia histórica. ¿Cuántos gobernantes sabios recuerda usted, estimado lector? ¿Cuántos gobernantes hemos tenido que no abusaran en algún momento de su poder, en perjuicio de personas y grupos de particulares, a los que supuestamente deben proteger?

Debemos acostumbrarnos al hecho de que los gobernantes son seres humanos. Y como tales, están sujetos a los mismos vicios, tentaciones, y abusos que cualquier otro mortal. No son dioses ni seres guiados por la luz divina, como sus apologistas pretenden hacernos creer.

La creencia en los gobernantes mesiánicos, que supuestamente nos llevarán a la tierra prometida de la riqueza y el desarrollo, nos ha llevado a concederles a nuestros políticos una serie de poderes ilimitados, sin controles y sin barreras, que la experiencia demuestra que nos ha causado más daño que bien.

Y es por esto mismo que, a la vez que tratamos siempre de elegir a los mejores, debemos estar siempre preparados para cuando estemos gobernados por los peores. Nuestras leyes deben siempre establecer límites concretos, específicos y claros al poder del gobernante, para que cuando tengamos uno malo (lo cual ocurre con demasiada frecuencia), al menos no pueda hacer tanto daño a los derechos de los particulares.

Los objetivos para los cuales elegimos gobernantes son muy claros. No hay razón para que les dejemos amplitud discrecional, que les permita aplicar tales discreciones en beneficio de ellos mismos, y en perjuicio de los objetivos para los cuales han sido nombrados.

Debemos exigir a nuestros jueces y magistrados, que apliquen el derecho y entiendan, de una buena vez, que las instituciones de garantía como la acción de amparo, el habeas corpus, y los controles de inconstitucionalidad y de legalidad, están para proteger los derechos de los particulares, y no para legitimar la discrecionalidad del gobernante.

Para prosperar necesitamos menos intervención gubernamental en las vidas y actividades de los particulares. Los problemas no son resueltos por los gobernantes, sino por los particulares en sus relaciones mutuas. La riqueza es creada por los particulares con su trabajo, su esfuerzo. Los gobiernos no crean riqueza, más bien la destruyen. Necesitamos reducir, no aumentar, el poder gubernamental.

Del PIB, el Estado y los Delgado

(Publicado en el Diario La Prensa, 24 de febrero de 2003)

Nuestros planificadores económicos hablan frecuentemente del Producto Interno Bruto (PIB) argumentando aumento o disminución de éste como medida del crecimiento económico. El PIB es una ecuación de varios componentes: consumo privado, inversión privada, gasto público y exportaciones netas.

Si bien el PIB tiene cierta utilidad como herramienta estadística, surge un problema cuando se pretende tomarlo como si fuese un mecanismo de medición preciso, en lugar de un medio de aproximación. Baso mi argumento en que tiene serias limitaciones, una de las cuales es que su fórmula está basada en premisas equivocadas. La principal de éstas se fundamenta en que en la fórmula del PIB, se considera el gasto público como equivalente a producción económica. Normalmente en el mercado sí podemos equiparar gasto con producción, por razón de que a fin de cuentas, todos somos consumidores y productores: para poder adquirir en el mercado algún bien o servicio, tenemos primero que producir suficiente para intercambiar por aquello que deseamos adquirir. Por ello es que se asume que quien gasta en adquirir algo de determinado valor, ha producido también otro bien o servicio por el mismo valor, y de allí que podamos entonces asemejar gasto -en un sentido amplio- con producción.

No obstante, el asumido anterior no aplica cuando interviene el Estado en el panorama. A diferencia de los particulares, cuando aquél va al mercado a comprar bienes y servicios, en realidad no ha generado anteriormente riqueza para ofrecer a cambio de los bienes o servicios que demanda. Lo que el Estado hace es despojar a otros de su riqueza, a través de impuestos, para entonces comprar en el mercado. Es el mismo caso de un ladrón que luego de robar cierta cantidad de dinero, va al mercado y adquiere bienes por el mismo valor. En realidad no ha creado riqueza alguna para poder comprar esos bienes, en cambio sí ha privado a su legítimo dueño de la oportunidad de reinvertir parte de esa riqueza para generar más riqueza aún. ¿A quién se le ocurriría argumentar que los ladrones estimulan la economía por su demanda de bienes y servicios que ejercen con los recursos que adquieren mediante el despojo a sus legítimos dueños? En términos económicos, no hay motivo alguno para considerar de modo distinto el caso de los gastos hechos por el Estado.

El problema es aún peor cuando el Estado compra, no con riqueza despojada, ¡sino sin riqueza alguna! En efecto, el Estado compra sin haber producido riqueza cuando financia sus compras por medio de endeudamiento. Aquí sencillamente se está reduciendo la cuenta de capital para hacer frente a los gastos. Esto al principio puede parecer superficialmente como un verdadero estímulo a la generación de riqueza, de la misma manera que en el ejemplo siguiente.

Imaginemos que los Delgado -una familia de cuatro miembros- genera ingresos mensuales por mil dólares, pero un buen día el padre decide ‘mejorar’ la calidad de vida de la familia. Luego de ver que a corto plazo no puede aumentar tan rápido sus ingresos, decide hacer uso de la cuenta de ahorros que mantienen para la educación futura de los niños. Los miembros de la familia podrán pensar que su padre está ganando más dinero ahora, puesto que obviamente gasta más, y al ver que ahora tienen un TV de pantalla gigante, un nuevo sistema de teatro en casa, un carro del año e irán todos de viaje a Disney, claramente los niños y mami creerán estar en mejor condición que antes. La desilusión de los Delgado vendrá años después cuando se suscite el colapso por el agotamiento de los ahorros y los niños, ya en edad de ir a la universidad, se encuentren con la sorpresa de que, contrario a sus expectativas, tendrán que conformarse con educación pública, de menor calidad o, sencillamente, quedarse sin educación, gracias a que la cuenta de ahorros fue malgastada antes.

La misma situación se da con el gasto público. Por razón de que éste se financia con la expropiación de recursos del sector privado a través de impuestos, al haber sido despojado por medio de impuestos de los recursos necesarios para llevarlas a cabo, el sector privado se ve inhibido de realizar ciertas inversiones. Para empeorar el asunto, en vista de que el gasto público deficitario financiado por medio de endeudamiento, es en realidad una destrucción de capital, la situación, igual que con los Delgado, eventualmente colapsará. Esto acarreará una depresión económica que obligará a muchas empresas privadas a cerrar, reduciendo aún más la generación de riqueza y aumentando el desempleo.

Al definir el PIB como una función del gasto público, se incurre en un sesgo que lleva a los incautos o desinformados, a permitir que se les engañe con la idea de que el gasto público aumenta el crecimiento económico. En lógica, esto es lo que se conoce como la falacia del argumento circular (circulus in demostrando). No se dejen enredar.

Propuesta económica nacionalista

Dirigida a los conductores de la política económica y comercial de Panamá.

Distinguidos señores, ustedes van por buen camino. Hasta ahora han rechazado las abstracciones teóricas sobre economía. Han demostrado que no se dejan impresionar por conceptos etéreos y peligrosos como riqueza, productividad, crecimiento, eficiencia. Vuestra principal preocupación es por el productor nacional, al cual han protegido muy bien de la competencia extranjera. En síntesis, ustedes reservan el mercado nacional a los panameños.

En atención a esta espléndida política proteccionista, deseamos ofrecerles a ustedes una maravillosa ocasión para aplicar su . . . ¿Cómo diríamos? ¿Su teoría? No, nada es más peligroso que la teoría. Diremos, por tanto, su praxis, sin teoría ni principios.

Nuestro país sufre la intolerable y avasallante competencia de un rival extranjero colocado en unas condiciones tan superiores a las nuestras en materia de comunicaciones, que inunda nuestro mercado nacional a precios reducidísimos, privando a los panameños de la oportunidad que en derecho les corresponde. Exigimos que muestren ustedes el nacionalismo para promover y asegurar la aprobación de una ley que ordene que todas las personas en el territorio nacional se desconecten de este infame competidor, que no es otro que la Internet. Para esto, será necesario el cierre forzoso de todos los llamados Internet Cafés, así como la confiscación de toda terminal para la conexión a Internet, computadores y cualesquiera otros equipos, tanto de uso comercial como de uso privado, que facilite la conexión a la Internet.

Quieran ustedes no tomar esta propuesta a la ligera, como si fuese una sátira, ya que no lo es, y sírvanse considerar a fondo las razones que tenemos para fundamentarla.

Primero: si ustedes acceden a nuestra petición y cierran todo Internet Café y cualquier otro acceso público o privado a la Internet, ¿cuál sería en Panamá la industria o sector productivo que no se vería estimulado?

Al impedir la conexión a Internet, se estimulará el uso de mensajeros de carne y hueso que transmitan la información por medios físicos como el correo, ya sea aéreo, marítimo o terrestre, o sencillamente de viva voz. Nuestro servicio estatal de Correos Nacionales se verá claramente robustecido, así como otras empresas privadas dedicadas a la mensajería internacional, empresas en las que trabajan muchos panameños y que sin duda tendrán la necesidad de contratar aún más compatriotas, para satisfacer la demanda de mensajería que creará la abolición de la Internet en nuestro país.

Las líneas aéreas panameñas, los armadores de buques, los astilleros, el Canal de Panamá, los puertos, el ferrocarril, y con ellos millares de trabajadores panameños, verían un incalculable aumento en sus ingresos, dado que los mensajes e información en general, impresos en papel, papel fotográfico, y similares, necesitan evidentemente un medio de transporte físico y real para ser conducidos hacia y/o desde nuestro país, muy a diferencia del irreal y distorsionador sistema de comunicación electrónica en que consiste la Internet, en el que la información es manipulada y alterada, y que además no deja una prueba tangible de su existencia, resultando por ello de naturaleza no fiable.

Pero además, la industria del papel recibirá un empuje considerable, dado que al eliminarse la competencia de la Internet, una enorme proporción de mensajes requerirán ser impresos en papel. Y si la industria del papel se beneficia, es claro que la industria maderera, de la cual se extrae el papel, también recibe un estímulo. Nuestro agro tendrá ahora más opciones rentables a las cuales dedicar la tierra cultivable, y esto sin contar con el enorme estímulo a la reforestación que esto traerá, beneficiándose así también el medio ambiente.

Pero no terminarán allí los beneficios a la economía de nuestro país. Fijémonos que en las comunicaciones de orden local, de un pueblo a otro cercano, por ejemplo, las soluciones prácticas para lograr una comunicación que contribuya al desarrollo de los panameños comprende algunas hasta ahora ni siquiera contempladas. Los productores de leña y carbón vegetal, que tanto beneficio hacen a nuestros bosques eliminando el pernicioso exceso de árboles, ahora podrán explotar comercialmente el uso de señales de humo para la transmisión de mensajes de una aldea a otra cercana, en el interior de nuestra campiña.

Consideren bien nuestra propuesta, señores líderes nacionales. No caigan en la trampa que algunos les tenderán, al hablarles de los intereses del consumidor. Sí, el consumidor, ese burgués pernicioso que de manera egoísta sólo piensa en obtener lo mejor al más bajo precio, sin la menor consideración hacia el productor nacional. Confiamos en que ustedes no caerán en tal manipulación, pues consistentemente en el pasado han demostrado que los intereses del consumidor no son vuestra prioridad.

Algunos defenderán la Internet hilando delgado, y alegarán que ésta es un medio que abarata costos, aumenta la productividad, facilita el acceso a la información, y otros argumentos engañosos. Señores líderes, confiamos en que ustedes sabrán reconocer y rechazar estos conceptos abstractos propios de académicos de aire acondicionado, que sólo piensan en números insensibles como si nuestro país estuviese poblado de robots. ¿Y qué con nuestros productores de carne y hueso? ¡No se dejen engañar con estos conceptos fríos que no toman en cuenta las realidades de nuestro país.

En fin, distinguidos señores líderes de nuestra Patria, la decisión es vuestra, pero ha quedado aquí demostrado que, siguiendo la práctica de proteger al productor y al empresario criollo sin atender a conceptos económicos como riqueza, crecimiento y productividad, en lógica deben ustedes acceder a nuestra propuesta y cerrar definitivamente la nefasta operación de la Internet, que precisamente por sus bajos costos implica una competencia desigual para nuestros operadores criollos de comunicaciones.

(Adaptado del documento Petición de los fabricantes de candelas, de Frederic Bastiat, 1847)
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Léalo en La Prensa.

Caso Pinochet: Inmunidad de Estado

(Publicado en el Diario La Prensa, Panamá, 14 de noviembre de 1998)

Mucho se ha dicho en todo el mundo sobre la situación jurídica de Augusto Pinochet Ugarte frente a los tribunales españoles que reclaman el derecho a juzgarlo por crímenes cometidos contra ciudadanos españoles durante la dictadura chilena que él dirigió. Algunos han dicho que Pinochet está protegido por inmunidad diplomática; otros señalan la incompetencia de los tribunales españoles sobre hechos ocurridos fuera de sus fronteras.

Por otro lado, se ha aducido en favor de las órdenes de arresto emitidas por el juez Baltazar Garzón, que los crímenes de los que se acusa a Pinochet escapan de la protección de la inmunidad; que Pinochet no tiene derecho a inmunidad porque ésta sólo alcanza a los miembros de misiones diplomáticas.

Por ser de excepcional relevancia para el derecho internacional y para la opinión pública, presento a continuación una serie de extractos de lo medular del fallo del Tribunal Colegiado de La Reina (es la mejor traducción que se me ocurre de Queen’s Bench Divisional Court, pues una traducción literal nos daría una expresión carente de sentido), de octubre 28, reseñado por el diario británico The Times y del 3 de noviembre, por el que se anula las dos órdenes provisionales de arresto dictadas contra Augusto Pinochet Ugarte por las autoridades británicas a instancia de las órdenes internacionales de arresto emitidas por el juez español Baltazar Garzón.

El tribunal ha conocido la legalidad de las órdenes provisionales de arresto emitidas por las autoridades británicas, por una acción legal interpuesta a nombre de Augusto Pinochet Ugarte por sus abogados. De allí que la referencia a ‘‘el actor’’ que se hace repetidas veces en la sentencia sea con respecto a Pinochet. Presento, pues, lo relevante de la resolución.

‘‘El actor era presidente de la junta de gobierno de Chile desde septiembre 11, 1973, hasta junio 26, 1974, cuando devino jefe de Estado de la República chilena hasta marzo 11, 1990. Era un nacional chileno y nunca ha sido ciudadano español’’.

‘‘La primera orden provisional de arresto establecía la acusación de que entre septiembre 11, 1973, y diciembre 31, 1983, él había asesinado ciudadanos españoles en Chile, por lo cual se justificaba la competencia judicial española’’.

‘‘La segunda orden provisional de arresto, en respuesta a la segunda orden española internacional de arresto, que se sustentaba en hechos ocurridos entre 1973 y 1979, expedida por el tribunal español, establecía una serie de alegaciones de (i) tortura, (ii) conspiración para cometer tortura, (iii) toma de rehenes, (iv) conspiración para la toma de rehenes y (v) conspiración para cometer asesinato en un país al cual se aplicaba la Convención Europea Sobre Extradición’’.

A continuación, el fallo enuncia los argumentos del actor, de los cuales sólo reproducimos el que influyó en la decisión del Tribunal. Este es que ‘‘la orden es ilegal por cuanto los tribunales del Reino Unido no tienen competencia para ejercer su autoridad sobre el actor como ex soberano extranjero’’.

Luego de revisar éste y los otros argumentos del actor, continúa el fallo: ‘‘Volviendo al tema de la inmunidad soberana..., Su Señoría estableció la premisa fáctica sobre la cual el argumento fue aducido: que desde la más temprana fecha especificada (enero de 1976) en la segunda orden internacional de arresto el actor era jefe de Estado de la República chilena..., y que no había documento alguno ante el tribunal que alegara cargos luego de que él hubo dejado de ser jefe de Estado’’.
‘‘El actor adujo que la conducta a él imputada en la segunda orden internacional de arresto se refería no a su conducta personal o privada, sino a su conducta cuando estaba en ejercicio del poder soberano como jefe de Estado de la República chilena’’.

‘‘Su Señoría, habiendo recapitulado las acusaciones en la segunda orden española internacional de arresto, dijo que el contenido de dicha orden dejaba claro que el actor estaba siendo acusado no de personalmente torturar o asesinar víctimas o causar su desaparición, sino de emplear para dicho propósito el poder del Estado del cual él era jefe’’.

‘‘Es importante enfatizar que, por lo que concierne a este tribunal, éste no expresó opinión sobre la veracidad o falsedad de tales acusaciones y que no tuvo ningún papel en juzgar sobre el fondo de ellas’’. ‘‘El sr. Jones disputó la interpretación del actor sobre los actos legislativos de 1964 y 1978 , en particular, argumentó que la protección reconocida a un soberano extranjero lo cubría sólo en relación al ejercicio de sus funciones como jefe de Estado, y que dichas funciones de ninguna manera podían incluir conductas tales como las imputadas al actor’’.

‘‘Ese es un argumento que tiene cierto apelativo. Pero un ex jefe de Estado tiene claramente derecho a inmunidad en relación a actos criminales cometidos en el ejercicio de funciones públicas. No se puede sostener que cualquier desviación de las buenas prácticas democráticas está fuera del límite de la inmunidad’’. ‘‘¿Si un ex jefe de Estado es inmune sólo con respecto a ciertos delitos, dónde trazamos la línea?’’.

‘‘El sr. Jones ha respondido que ciertos crímenes son tan profundamente repugnantes a cualquier noción de moralidad que se constituyen en crímenes contra la humanidad, tales como el genocidio, la tortura y la toma de rehenes, que no puede haber inmunidad con respecto a ellos y que un ex jefe de Estado puede ser declarado penalmente responsable por tales actos, como cualquier otra persona’’.

‘‘También ha hecho referencia el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg de 1945, al Estatuto del Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia de 1993 y al Estatuto del Tribunal Internacional para Ruanda de 1994’’.

‘‘Su Señoría dijo que dos puntualizaciones debían ser hechas con respecto a dichos instrumentos:

1. Aquéllos eran tribunales internacionales establecidos por acuerdo internacional. Ellos no violaban, por tanto, el principio de que un Estado soberano no procesará judicialmente a otro en relación a sus actos soberanos, y

2. Evidentemente se tuvo como necesario establecer que no habría objeción al ejercicio de jurisdicción por el tribunal sobre soberanos extranjeros. ‘‘Su Señoría sentenció, entonces, que el actor tiene derecho, como ex jefe de un Estado soberano, a inmunidad de procesos civiles y criminales en los tribunales ingleses. Ambas órdenes provisionales de arresto fueron, en consecuencia, anuladas, pero la segunda se mantiene en efecto en espera de la decisión de la apelación por la Cámara de los Lores’’.

El fundamento de derecho de la decisión, aducido por el tribunal, es la Ley de Inmunidad de Estado de 1978 (ley británica), y la Convención de Viena Sobre Relaciones Diplomáticas de 1961, de la cual el Reino Unido es signatario. Aquélla establece en el artículo 14, lo siguiente: ‘‘14. (1) Las inmunidades y privilegios conferidos por esta sección de la presente ley se aplican a todo Estado miembro de la Mancomunidad británica o cualquier otro Estado extranjero distinto del Reino Unido; y referencias a Estado incluyen: (a) el soberano u otro jefe de dicho Estado en funciones; (b) el Gobierno de dicho Estado, y (c) cualquier dependencia de dicho Gobierno...’’. Y el artículo 20 de la misma ley prescribe: ‘‘20. (1) Sujeto a las provisiones de esta sección y a cualesquiera modificaciones necesarias, la ley de Privilegios Diplomáticos de 1964 se aplicará a: (a) un soberano o cualquier jefe de Estado...’’.

La citada Ley de Privilegios Diplomáticos de 1964 es la que ratificó e incorporó al derecho nacional británico la Convención de Viena Sobre Relaciones Diplomáticas.

Estas normas citadas de derecho interno del Reino Unido que han fundamentado esta decisión no hacen más que seguir el milenario principio de derecho enunciado como par in parem non habet imperium (entre iguales, ninguno tiene jurisdicción sobre los otros). Según este principio, aplicado al orden internacional, cada Estado reconoce y respeta la soberanía de los otros Estados en la comunidad internacional, y no puede pretender tener jurisdicción sobre los actos que, en el ejercicio de su soberanía, realicen tales Estados. Y una de las manifestaciones más importantes de este principio es la consistente en que los jefes de Estado y, en general, los Gobiernos, en el ejercicio de su calidad de tales, escapan a la jurisdicción de cualquier Estado extranjero. Unicamente cada Estado tiene jurisdicción con respecto a sus propios actos soberanos y sobre sus jefes de Estado y miembros de gobierno.

Los hechos imputados a Pinochet por el juez español Baltazar Garzón habrían tenido ocurrencia durante y como consecuencia del ejercicio del poder que como jefe de Estado tenía Pinochet. Téngase en cuenta que para determinar quién es jefe de Estado no se toma en consideración si la persona ocupa dicha posición por una situación de iure o de facto, pues, de nuevo, esas son consideraciones que sólo atañen y son determinadas por el derecho interno de cada Estado.
Otra puntualización que debe hacerse es que la inmunidad de Estado beneficia a la persona que ocupa alguna de las posiciones contempladas, en este caso la de jefe de Estado, durante el tiempo en que ocupe dicha posición. Una vez que ha cesado en dicha posición, deja de tener inmunidad. Sin embargo, con respecto a hechos ocurridos durante el tiempo en que dicha persona estuvo en ejercicio del poder, continúa siendo inmune aún después de abandonar la posición de jefe de Estado. Este es el caso de Pinochet, pues los cargos de que lo acusa el juez Garzón son sobre hechos ocurridos durante el tiempo en que Pinochet era jefe de Estado de Chile.

Se ha dicho, y en efecto ha sido uno de los argumentos del juez Garzón, que la inmunidad de Estado no se aplica cuando se trata de ciertos crímenes demasiado graves, y en apoyo de esta tesis recuerdan el caso de los juicios de Nuremberg contra criminales de guerra de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, tal como lo señala la resolución del tribunal británico, tanto el ‘‘Acuerdo de Londres de 1945 para el enjuiciamiento de criminales de Guerra’’, como el ‘‘Estatuto del Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia de 1993’’ y el ‘‘Estatuto del Tribunal Internacional para Ruanda de 1994’’ fueron acuerdos internacionales para establecer tribunales internacionales. En ningún caso se ha aceptado la jurisdicción de un Estado sobre otro.

El artículo 1 del mencionado ‘‘Acuerdo de Londres’’ (suscrito originalmente por las potencias victoriosas de la Segunda Guerra Mundial, en particular el Reino Unido, Estados Unidos, el Gobierno provisional de la República de Francia, y la Unión Soviética), instituyó ‘‘un Tribunal Militar Internacional para el enjuiciamiento de criminales de guerra cuyos delitos no tienen una ubicación geográfica en particular, sean ellos acusados individualmente o en su capacidad de miembros de organizaciones o grupos o en ambas capacidades’’. Y el artículo 7 prescribía: ‘‘la posición de los acusados, ya sea como jefes de Estado o como funcionarios en dependencias gubernamentales, no será considerada para ellos como excluyente de responsabilidad o como atenuante para efectos de castigo’’.

El único modo de enjuiciar a Pinochet por actos cometidos durante el ejercicio del poder como jefe de Estado de Chile durante los años de su dictadura, de acuerdo con el derecho y la práctica internacional, sería por medio del establecimiento de un tribunal similar al instituido por el Acuerdo de Londres, es decir, un tribunal internacional. La otra opción es, por supuesto, que los tribunales chilenos decidan enjuiciarlo, pero esto parece estar excluido.

Pero desde toda perspectiva jurídica, resulta inaceptable, y sería establecer un peligroso precedente internacional, declarar que un Estado tiene derecho a juzgar los actos soberanos de otro Estado. Sería lo mismo, proporciones guardadas, que aceptar que cualquier individuo tiene jurisdicción sobre su vecino u otras personas. Deseo aclarar, sin embargo, que de ninguna manera justifico las sangrientas acciones represivas tomadas por la dictadura de Pinochet contra miles de personas tanto chilenas como de otras nacionalidades.

No obstante, precisamente por mi apego al derecho, manifiesto mi preocupación por que se respete el orden internacional. La única defensa que tenemos los países pequeños y débiles como el nuestro ante los intereses de las potencias extranjeras es nuestra suscripción al derecho internacional y la exigencia del respeto a nuestra soberanía, posición que resulta absolutamente incompatible con la de avalar que un Estado se autoadjudique la potestad de tener jurisdicción sobre cualquier otro Estado. Esto último no es otra cosa que la legitimación del imperialismo.